sábado, 9 de agosto de 2008

Economías Afectivas

por Juan Martín Prada


Vida y biopolítica

No resulta ya exagerada la afirmación de que nos hallamos en el “siglo biológico”, a juzgar por el intenso desarrollo y la dimensión de los logros acontecidos durante las últimos años en algunas de las ciencias de la vida, como la Genómica y la Biotecnología. Sin embargo, no olvidemos que el cada vez más eficaz conocimiento de los procesos biológicos o de las determinaciones genéticas de la vida y de sus mecanismos de funcionamiento constituye sólo una pequeña parte de la actuación biopolítica, cuya verdadera capacidad de regulación es mucho más amplia, abarcando la totalidad de los procesos vitales que conforman, en último término, la producción colectiva de subjetividad. Pues entre las claves de lo biopolítico no prevalece ya la capacidad para mejorar o transformar los cuerpos o las condiciones biológicas de una vida, sino, ante todo, la producción y reproducción de formas de vivir.

Por ello, el permanente cuestionamiento de los límites de lo natural y de la ética humana en relación a manipulación genética o el hecho de que las industrias científicas orientadas a estas áreas de trabajo sean el ámbito más probable para el acontecer de las futuras revoluciones del capitalismo[1] conforma aún tan sólo un mínimo conjunto de problemas dentro de la complejísima serie de prácticas biopolíticas mediante las que todo ejercicio de poder se integra con las lógicas de la vitalidad (y de las que ya sería indistinguible).

De forma que parece inevitable dar por válida la afirmación de Giorgio Agamben de que el concepto de vida debe constituir el objeto de la filosofía que viene[2]. Ciertamente, salta a la vista que se ha alcanzado, en las sociedades más industrializadas, la fase plena de consolidación de ese proceso en el que la zoé (vida natural) iría progresivamente fusionándose con el campo de lo político (aunque es más que probable que este proceso haya acontecido, en realidad, a la inversa). También el diagnóstico planteado por Michel Foucault en los años setenta en torno al concepto de biopoder es hoy ya una obviedad. Es evidente que el poder se ha hecho cargo intensamente de la vida, se ejerce en el nivel de la vida, perdiendo casi toda su autonomía y trascendencia, aquella exterioridad con la que contaba respecto a su campo de aplicación, actuando ahora desde dentro de la vida, regulándola desde su interior, formando parte integral de ella. Y si el poder no se ejerce sobre los individuos, sino que más bien éste circula por ellos (todos de forma más o menos consciente lo hacemos circular) parece lógico que los dispositivos del ejercicio de poder más eficaces no puedan ser ahora unilaterales ni permanentes, sino participativos, adaptativos y reversibles.

Así, más que a través del ejercicio de la tradicional soberanía política, el poder actúa produciendo y extendiendo formas de vivir, formas de disfrutar y de experimentar la vida. Con lo que por biopoder debemos entender mucho más que el poder sobre los cuerpos, mucho más que las tecnologías para controlar la vida biológica o física de la población. En definitiva, casi toda la política hoy es ya biopolítica, pues prácticamente todas las estrategias políticas y económicas se centran ya en la vida y lo viviente (y no sólo referido este término a lo biológico, sino a lo más ampliamente vital)[3].

Producción y afectividad

A lo largo de la historia reciente de las prácticas industriales y comerciales la afectividad ha actuado generalmente como un lenguaje o como un medio que incita a una cierta predisposición positiva en el interlocutor, como cuando un vendedor saluda sonriendo afectuosamente a un nuevo cliente (de hecho, muchas de las expresiones afectivas a menudo son motivadas social y no emocionalmente). Sin embargo, el progresivo reconocimiento de la relación entre afectividad y efectividad empresarial hizo que, poco a poco, valores como la atención personalizada, la cercanía y la proximidad al consumidor o usuario se convirtiesen en algunos de los principios esenciales de la actuación de las empresas. Hacer que aquél se sienta valorado, que note que la empresa aprecia su interés por un determinado producto o servicio y lo considere importante, suscitar en él suficientes expectativas de que va a recibir un trato personalizado, o incluso de que va a ser amigo y no sólo cliente (como es frecuente que se ofrezca en la publicidad de los servicios bancarios, por ejemplo), forman parte de las prácticas de ese emergente “marketing emocional” que señalaría como estrategia prioritaria el “cautivar el corazón del cliente”[4 ].

No puede resultar extraño, por tanto, que en una sociedad en la que gran parte de los bienes consumidos son servicios con una duración en el tiempo (servicios de telefonía, conexión a internet, etc.) conseguir la fidelización del usuario dependa en muchas ocasiones más del establecimiento de ese conjunto de relaciones de aprecio y atención que aquél busca que de la propia calidad o de la valoración comparativa del coste del servicio ofrecido. Una humanización de los sistemas de producción y gestión empresarial que, sin embargo, muy frecuentemente sólo existe de forma virtual en sus eslóganes y spots publicitarios, basados en sentencias del tipo “queremos conocerle” o “lo más importante es estar cerca de ti”. Pues se muestra casi inevitable que la creciente automatización informática de los procesos productivos y de gestión de las empresas sólo sea capaz de generar meros efectos de cercanía, simulaciones afectivas de trato con el usuario, quien no dejará de quejarse de la falta de contacto con personas “de carne y hueso” a la hora de contratar servicios, solucionar dudas o presentar reclamaciones.

Por lo que para aminorar las negativas consecuencias de estas situaciones se ha producido la inmensa proliferación de todo un sector de trabajadores para la tele-asistencia, generalmente sometido a horarios intempestivos, escasamente remunerado, conformado en su mayoría por jóvenes y especialmente por mujeres, a quienes los departamentos de recursos humanos de las empresas suelen considerar más adecuadas para esta función de atención paciente a los usuarios y clientes, para la tramitación amable de sus quejas y sus indignaciones. Lo que nos recuerda la persistencia del efecto pernicioso del desprestigio del trabajo afectivo a lo largo de la historia de la humanidad y de su asignación al ámbito de lo femenino, de la incompatibilidad presupuesta a lo largo de siglos entre afecto y control. Es de destacar en este sentido que la vinculación tradicional de la mujer con lo emocional y afectivo, acotado en el íntimo espacio del hogar y restringido al cuidado amoroso de la familia, se ha opuesto siempre a la frialdad presupuesta en el hombre en sus relaciones y vínculos profesionales. Una distinción sobre la que se ha sostenido una activa práctica discriminadora respecto a la mujer que la situó fuera de los ámbitos organizativos y “fríos” del trabajo masculino y lejos, por tanto, del ejercicio de poder o de responsabilidad tanto pública como empresarial. Una separación alimentada, en el fondo, por una paradoja ancestral: la dedicación al cuidado de los niños y de la familia por parte de las madres se consideró siempre adscrita a las formas del trabajo voluntario (y por ello nunca ha sido remunerado) pero sin tener en cuenta que generalmente es ocasionado por una situación involuntaria o incluso forzosa (es decir, tener hijos o no poder trabajar fuera del hogar). Paradoja a la que se unen hoy otras muchas, entre las que destaca primordialmente la que se deriva del hecho de que, a pesar de que las nuevas industrias han llevado las prácticas del trabajo afectivo fuera del ámbito reproductivo y familiar para hacerlo funcionar ahora como motor de la producción (lo que algunos han denominado una cierta “feminización del trabajo”), esto no haya supuesto una mayor valoración económica, en general, de las actividades de trabajo afectivo más habituales en todos los campos de producción industrial de hoy en día.

Por supuesto, es posible que en un futuro cercano dejemos ya de considerar la afectividad sólo como un valor añadido al trabajo o como un medio para facilitarlo. Será el momento en el que la clave de los nuevos procesos de producción ya no consistirá sólo en que el cuidado y la atención del individuo adopte una lógica de mercado. Quizá entonces se darán las circunstancias adecuadas para que se produzca el auténtico descubrimiento de la inmensa fuerza productiva de los afectos y de las emociones, lo que hará que la afectividad sea considerada como trabajo en sí misma, exigiéndonos un replanteamiento integral de la afectividad dentro de las formas futuras de la producción biopolítica. Está claro que el primer paso hacia esa situación ya se ha dado, y es la anteriormente mencionada disolución de la vieja incompatibilidad entre trabajo y afecto, en virtud de la cual la afectividad se ve liberada definitivamente de su antiguo y restrictivo encierro en los contextos de lo íntimo y lo familiar, y va convirtiéndose, poco a poco, en el auténtico objeto de producción de las nuevas industrias, diseñadas, cada día más, para producir nuevas formas de vida y de subjetividad.

Y en este conjunto de múltiples dinámicas interrelacionadas, la presencia del cuerpo, ya sometido desde hace décadas a la inmensa proliferación de sus imágenes al servicio de la moda, la cosmética, la dietética o las industrias de la salud en general, se ve sumamente intensificada en otras múltiples vías a consecuencia del emergente interés en la gestión de su química emotiva. La emoción, entendida como esa alteración del cuerpo ligada a un determinado estado afectivo o de ánimo es un punto privilegiado de la nueva dinámica económica, que invierte grandes esfuerzos en propiciar su experiencia intensificada en múltiples formas[5 ]. Precisamente para la gestión de los afectos y del envolvimiento emocional en campos específicos concurren a cada momento todo un sin fin de narraciones y representaciones. Por ejemplo, los programas del corazón o las telenovelas, dos de los más importantes filones de las industrias televisivas, nos demuestran la intensidad de ese placer que parece derivarse del experimentar relaciones afectivas a través de las de los otros (quizá por la capacidad compensatoria de este proceso) haciéndose patente el inmenso poder de la tendencia a la simplificación más extrema de la afectividad (los reality shows tipo Gran hermano, son buenos ejemplos de la dinámica reductora de la complejidad afectiva, llevando a su punto máximo la polaridad afecto-desafecto, centrando precisamente en la expresión de ésta respecto a los concursantes la única y posible participación del público: votar a favor de alguien / votar en contra de alguien).

Por otra parte, el paradigma biopolítico va imponiendo a marchas forzadas la consideración de los seres humanos más como seres poseedores de una vida de la que gozar y disfrutar que como sujetos políticos (o como sujetos políticos en tanto que son poseedores de aquélla) lo que conlleva que el contexto de las sociedades de más elevado consumo no sea ya propicio para la tecnología disciplinaria, ni siquiera ya para aquel polo del biopoder que Foucault veía centrado en una “anatomopolítica” del cuerpo humano, basado en la pretensión de conseguir su mejor adaptación posible al sistema de producción a fin de que fuese capaz de producir más y mejor.

Hoy el individuo, en tanto que cuerpo viviente, empieza a ser considerado como riqueza en sí mismo, incluso cuando permanece laboralmente inactivo. Por ejemplo, el que pasea por cualquiera de los macrocentros de ocio y tiempo libre que proliferan en las periferias de nuestras ciudades colabora activamente, tan sólo con sus expectativas de pasarlo bien, en la producción de un “territorio afectivo”, un entorno de relajación colectiva y de receptividad a la diversión prediseñada, un espacio donde él mismo y otros muchos se sentirán a gusto, haciéndose posible la puesta en marcha de todos los complejos sistemas de consumo y filiación de las cada vez más poderosas “industrias de la conciencia”. Pues el valor productivo de los sujetos no está situado ya sólo en su potencial como fuerza de producción como trabajadores, sino en su condición de poseedores de una vida que desea entretenimiento, disfrute, satisfacción. De ahí que se haya afirmado en ya tantas ocasiones que hoy la vida misma “trabaja”).

Desde luego, la nueva economía biopolítica trata primordialmente de conseguir extraer un excedente de la vida, un beneficio empresarial obtenible en ella y a partir de ella, con una estructuración territorial global y biopolítica liderada por grandes empresas multinacionales, productoras y exportadoras, ante todo, de formas específicas de vivir y disfrutar. La dominación así se va haciendo difusa, inmanente al cuerpo social, hallándose definitivamente interiorizada en él. Sociedad y poder establecen ahora una relación integrada y cualitativa. El individuo sirve y se sirve, a su vez, de una economía basada en el deseo, la afectividad y el placer, incluso en el gozoso desaparecer inducido por las industrias del entretenimiento. De manera que en el contexto de las sociedades más desarrolladas tecnológicamente el poder económico no pretende seguir fundamentando todos sus privilegios en la explotación de los sujetos como fuerza de trabajo sino en la cada vez más lucrativa regulación de sus formas de vida y de sus dinámicas vitales e interacciones personales y afectivas, de sus emociones, de sus hábitos de consumo y satisfacción.

Es decir, que en el contexto actual el concepto de producción (ligado históricamente al de mercancía) está siendo continuamente ampliado, pues las nuevas industrias, cada vez más volcadas en el placer y el entretenimiento, así como en la producción informatizada de bienes “inmateriales” y de la información, lo que producen en realidad son contextos de interpretación y valoración, formas de identificación y filiación, comportamiento interpersonal e interacción humana, es decir, que en su empeño está, sobre todo, la producción de sociabilidad en sí misma. Siendo éste su objetivo, parece apenas discutible la afirmación de Michael Hardt de que la forma hegemónica de producción económica es la definida por una “síntesis de cibernética y afectividad”[6], así como su visión del contexto biopolítico como “el campo de relaciones productivas entre afectividad y valor”[7].

Tecnologías afectivas

La naturaleza de los mecanismos de producción de subjetividad colectiva son ya hoy intrínsecamente afectivos. En cierta forma, la más importante materia prima con la que trabajará en el futuro inmediato el llamado nuevo “obrero social”[8] será la afectividad, siendo ésta ya uno de los principales motores de la producción biopolítica (no equivocadamente hay quien ha definido el afecto como “subjetividad productiva”)[9]. Esto explicaría porqué los productos más exitosos de las nuevas industrias son los caracterizados por la necesaria flexibilidad y capacidad de adaptación a cada usuario, a sus gustos o necesidades particulares (como las posibilidades de “personalización” de los productos informáticos) y, sobre todo, las tecnologías de la comunicación interpersonal, diseñadas específicamente para la explotación del campo de las emociones y de las interacciones afectivas. De todas las existentes hoy, la telefonía móvil y los chats de internet lideran la producción de sentimientos relacionados con el bienestar de la compañía y la proximidad, los estados de cercanía y la evidencia continua de la afectividad interpersonal, ofreciendo la mejor de las representaciones tecnológicas de esta nueva fusión que hoy se da entre comunicación y afecto. Así pues, la naturaleza eminentemente afectiva de la comunicación parece reconocerse ya plenamente en todas las interacciones humanas, intensificada gracias a la proliferación de estas nuevas tecnologías que bien podríamos denominar como “tecnologías afectivas”, responsables de una adictiva mediación técnica de la afectividad que permite la multiplicación intensiva del (ya hoy continuo) intercambio de su necesidad.

A este respecto resulta muy descriptivo que el inmenso crecimiento de llamadas entre móviles o de mensajes SMS durante los últimos años sea estadísticamente proporcional a su insignificancia informativa más allá de su carácter fundamentalmente afectivo. Algo similar a lo que sucede con las interacciones comunicativas en los chats de internet, en las que las representaciones visuales de emociones y expresiones diversas mediante los llamados “emoticones” o por medio de innumerables interjecciones de entusiasmo o desagrado parecen más bien tanteos en torno a lo que Daniel N. Stern denominaba “interafectividad”, esa correspondencia entre el estado emocional tal como lo siente un individuo en su interior y como se observa “en” o “dentro de” otro[10].

Afectividad y sociabilidad

Y si la afectividad como concepto asume hoy una extrema importancia es también porque cada vez aumentan sus más negativos síntomas como la depresión y la angustia. De hecho, es posible que gran parte de la ansiedad contemporánea pueda ser descrita como afectividad flotante, como insatisfecha pero energética disponibilidad a afectar y ser afectado emocionalmente por el entorno (no olvidemos aquella definición del ser humano como “afectividad pura”[11] ligada a la supeditación de la ontología a la fenomenología).

Y si por una parte las tecnologías de la comunicación pueden, en efecto, incrementar o hacer posibles nuevas interacciones afectivas, no es menos cierto que también son potenciales medios para el aislamiento, a consecuencia de la adictiva protección que proporciona el distanciamiento corporal, la distancia técnica y telemática entre los cuerpos que interactúan en una más que frecuente virtualización (entendida como descorporización) de la afectividad. Con lo que tiene mucho que ver la reclusión y el creciente aislamiento de un altísimo numero de adolescentes y jóvenes, cuya más dramática representación estaría en los adolescentes que sufren el síndrome del Hikikomori: encerrados en sus habitaciones tras algún tipo de fracaso escolar o afectivo evitan mantener apenas relación alguna con sus familiares o amistades, ocultándose de cualquier contacto personal, entregando su tiempo a ver la televisión o a jugar con la consola de videojuegos. Síndrome que se produce no sólo porque las sociedades tecnológicamente más avanzadas sean cada vez más incompetentes para solucionar problemas de índole afectiva (mayormente por haber priorizado hasta el límite la competitividad y el reconocimiento del éxito) sino también porque las tecnologías domésticas del entretenimiento hacen posible al deprimido un abandonarse activo, un encierro estimulado. Lo que ofrecen estas tecnologías del entretenimiento es un conjunto de actividades que, a pesar de exigir altas dosis de concentración y energía -como la requerida por la trepidante acción de los videojuegos- el individuo ni se expone ni se arriesga afectivamente. En este encierro todo es desactivable, temporal, inocuo en relación a cualquier responsabilidad afectiva. Nada puede hacerle daño porque no hay nada ni nadie “real” en juego.

Incluso se podría hablar de una importante transformación provocada por la dinámica temporal a la que induce la sociedad de los medios y sobre todo sus tecnologías del entretenimiento. Seguramente sea posible afirmar que la experiencia del tiempo que imponen estas tecnologías es más relevante en la obstaculización de las interacciones afectivas que el peso ejercido por sus contenidos, basados fundamentalmente en la práctica e identificación de la violencia con la diversión. El predominio del impulso reflejo, quizá más dependiente de la rapidez con la que se produce que de su precisión es, en demasiadas ocasiones, lo único que hace que la partida en el videojuego pueda continuar. Y si con cada vez más frecuencia se convierte en hábito esta experiencia, en la que sólo se responde al aquí y al ahora, en su instantaneidad e inmediatez, no es posible dejar de considerar a esta situación como una dificultad más para la apertura a la vivencia de la interacción afectiva. Porque, no lo dudemos, el afecto exige tiempo, evidencia la capacidad constructiva de éste frente a un sistema basado en la consigna del “no hay tiempo que perder”. Quizá, incluso, el afecto pueda definirse como biografía compartida, ya sea con personas u otros seres, incluso con lugares o entornos, como memoria de un tiempo acompañado (en la mayor parte de los videojuegos, por ejemplo, no hay compañía, como mucho hay acompañamiento en sus versiones multijugador on line).

La resistencia (afectiva)

No se perfila poco útil plantear el estudio de los sistemas del orden colectivo de una sociedad precisamente a través de los momentos en los que ésta se desordena moderada o momentáneamente, como en sus fiestas y en sus excesos, en su vida nocturna, o en la esfera siempre imprevisible de los afectos. La afectividad como eje de análisis e investigación social parece prometer, incluso, la resolución de muchos de los problemas de agotamiento suscitados en relación a algunos de los temas clave de la estética y la política de nuestro tiempo, como es, por ejemplo, el de la identidad, concepto cuyo estudio casi siempre se ha planteado en negativo, es decir, en su conflicto. Por el contrario, considerar la afectividad como eje metodológico de estudio nos obligaría a una aproximación al estudio de la identidad en positivo, en su funcionar gozoso. Pues no lo dudemos, con cada vez más frecuencia se piensa social y políticamente más desde el corazón que desde el tradicional ejercicio de la crítica, una y otra vez neutralizada por las instituciones y organismos de la acción política y el gobierno.

Y es precisamente en la aprehensión emotiva de las relaciones sociales así como en la regulación de las percepciones (no debemos olvidar que la afectividad es un elemento esencial en la percepción, según manifestara en tantas ocasiones Bergson) donde se le presupone a las nuevas industrias culturales y del entretenimiento tanto su mayor capacidad transformativa de lo social como su más importante potencial lucrativo. Y no es casual que éstos sean exactamente los mismos elementos donde algunas de las prácticas artísticas más radicales de las vanguardias y neovanguardias, sobre todo aquellas basadas en la correspondencia o equiparación entre “arte y vida” (y por ello también “biopolíticas” en el más pleno sentido de este término) centraban la posibilidad de una actuación crítica y emancipadora en contra de las imposiciones de las “industrias de la conciencia”. Por tanto, podríamos afirmar que se estaría culminado en nuestros días la apropiación por parte de la producción biopolítica de algunos de los principios que se presentaban opuestos a los antiguos sistemas de dominación económica y política de hace unas décadas. Hoy, de forma contraria a los mecanismos que caracterizaron la producción industrial del pasado, los de la producción biopolítica actual no sólo se relacionan sino que coinciden plenamente con los basados en la expresión de diferencia y diversidad, libertad y singularidad (características de la moda juvenil, por ejemplo), ecología o solidaridad.

De esta forma, la puesta en marcha y globalización de determinadas formas de vida no se lleva a cabo desde la estructuración ideológica o valorativa (que aunque siga aún activa es escasamente eficaz) sino mediante la extensión de dinámicas y hábitos de actuación que se hacen especialmente intensos en aquellos ámbitos que, como la cultura del ocio y el entretenimiento, son indudablemente más útiles para extraer un excedente de la vida, al incidir en los aspectos más irrenunciables y permeables de ésta: las emociones, la afectividad, el goce, la alegría, la diversión, etc. De forma que se puede estar en contra de los intereses particulares y desigualdades que el sistema de producción actual conlleva, pero es casi inevitable la condescendencia más o menos involuntaria con las prácticas en las que todo el sistema biopolítico se hace cada vez más fuerte, por hallarse éstas, precisamente, confundidas con las de la propia vida.

Por ello, la posibilidad para una resistencia política eficaz, más que en la negatividad de la crítica parece residir en un operar desde dentro de la propia producción biopolítica, en una activa apropiación de ésta por parte de los sujetos. Un proceso sólo posible, desde luego, a partir del reconocimiento de los potenciales emancipadores inherentes a algunos de los principios que, como el afecto, la cooperación, el encuentro, la atención o el cuidado forman parte esencial de la dinámica productiva biopolítica. Hasta ahora, la capacidad de transformación social de estos principios había permanecido prácticamente dormida, inactiva, al ser mantenidos aquéllos en la superficialidad que exigía su inmediata utilidad y eficacia productiva. Reconocer en ellos una finalidad verdaderamente colectiva, social, es misión de la nueva resistencia, que debe hacer patente el potencial que contienen para la producción de comunidad y, más allá de ésta, para la generación de una activa puesta en marcha del principio de lo común.

Y es, probablemente, la expansiva potencia de “libertad y de apertura ontológica” que comporta el afecto la que más promete en esta misión. La afirmación de Toni Negri y Michael Hardt de que a la rebelión política le sustituiría un “proyecto de amor”, o la gráfica ejemplificación que plantean en su libro Imperio de la vida futura de la militancia política con la figura de San Francisco de Asís (aquel que identificara la riqueza verdadera “en la condición común de la multitud”) son seguramente dos de los ejemplos más explícitos que podemos mencionar dentro del innumerable conjunto de propuestas lanzadas en esta dirección por la teoría política más reciente. Por supuesto, para lograrlo es necesario, en primer lugar, que la comunicación deje de estar parasitada por la economía, pueda fluir, y para ello debe continuarse la creación de un sin fin de nuevos canales, de formas liberadas de contacto e interpretación colectiva, de libres tecnologías para el encuentro y la creación. Ya lo sabemos, esta teleología de lo común, concretada también en los iluminadores potenciales del “general intellect” es potencia de solidaridad, del intercambio y la cooperación, de un acontecer del sujeto a través de un activo estar con los otros, de un cierto disolverse el ser en el lenguaje, en la comunicación, la participación y la creatividad colectiva y compartida, movido todo, cómo no, por el disfrute y la alegría propios de una radical (y afectiva, por supuesto) apertura a la diversidad.




Notas:




[1] Véase Maurizzio Lazzarato, Les Révolutions du Capitalisme. Empêcheurs de Penser en Rond, Paris, 2004.
[2] Véase G. Agamben, Potentialities: Collected Essays in Philosophy, Stanford University Press, 1999.
[3] En ningún caso, sin embargo, debe olvidarse que la vieja tecnología disciplinaria surgida a finales del siglo XVII sigue estando activa, soterrada en la biopolítica. Por ejemplo, en los acontecimientos internacionales de los últimos años, sobre todo en los derivados de la llamada lucha contra el terrorismo internacional, el derecho de muerte, la amenaza sobre la vida del individuo propia de los regímenes tradicionales de soberanía sigue conviviendo hoy, casi paradójicamente, con la más intensa de las orientaciones a ocuparse de la vida y a la regulación productiva de sus procesos que caracteriza a los sistemas políticos de los países más avanzados económica e industrialmente (y que son los que, paradójicamente, lideran esta contradicción).
[4] Véase Brian Clegg, Cautive el corazón de los clientes y deje que la competencia persiga sus bolsillos, Pearson Alhambra, Madrid, 2001.
[5] En los repertorios ofrecidos por los nuevos mercados de la emoción son experiencias vitales los más relevantes bienes a consumir. Podríamos hablar, pues, de una cierta mercantilización de las propias experiencias de vida, así como sus más adecuados contextos, a través de un innumerable conjunto de sistemas que actúan en un amplísimo espectro de acción, desde la química de la vitalidad de las bebidas energéticas o de las nuevas drogas de diseño a la cultura del ocio, o a los métodos de relajación y el anti-stress
[6] Michael Hardt, “Trabajo afectivo” (texto incluido en este mismo catálogo).
[7] Ibíd.
[8] Según Toni Negri, el “obrero social” es el que habría sustituido al obrero “profesional” y al “obrero masa” del pasado, “el obrero social es el productor, productor, antes que de toda mercancía, de su propia cooperación social” en “Ocho tesis preliminares para una teoría del poder constituyente”, Revista de Crítica y Debate Contrarios, Abril, 1989.
[9] Véase Toni Negri, “Valor y afecto”, en
[10] Véase D. N. Stern, El mundo interpersonal del infante. Ed. Paidós. Barcelona, 1991.
[11] Recordemos que Spinoza ya había identificado la vida con la afectividad. Será sin embargo Michel Henry el que defina al sujeto como “la aparición del aparecer”, “afectividad pura” en su Phénoménologie de la vie, PUF, Paris, 2004.


http://www.vinculo-a.net/central.htm

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